Lo más dulce del amor de Dios

Maridos, amad a vuestras mujeres, así como Cristo amó a la iglesia y se dio a sí mismo por ella, para santificarla, habiéndola purificado por el lavamiento del agua con la palabra. (Efesios 5:25-26)

Si lo único que esperamos es recibir el amor incondicional de Dios, nuestra esperanza es fabulosa, pero muy pequeña.

El amor incondicional de Dios no es la experiencia más dulce de su amor. La experiencia más dulce es cuando su amor nos dice: «Te he hecho tan parecido a mi Hijo que me deleito en verte y estar contigo. Eres un placer para mí, por lo mucho que irradias mi gloria».

Esta última experiencia depende de que seamos transformados en la clase de persona cuyas emociones, elecciones y acciones agradan a Dios.

El amor incondicional de Dios es la fuente y el fundamento de la transformación humana que hace posible la dulzula del amor condicional. Si Dios no nos amara de un modo incondicional, él no penetraría nuestra vida poco atractiva para darnos fe, unirnos a Cristo, darnos su Espíritu y hacernos gradualmente cada vez más parecidos a Cristo.

Pero cuando nos elige incondicionalmente y envía a Cristo a morir por nosotros y nos regenera, él pone en marcha un imparable proceso de transformación que nos convierte en seres gloriosos. Nos confiere un esplendor que coincide con lo que más le agrada a él.

Eso es lo que vemos en Efesios 5:25-26: «Cristo amó a la iglesia y se dio a sí mismo por ella [el amor incondicional], para santificarla... a fin de presentársela a sí mismo, una iglesia en toda su gloria [esplendor]» —la condición en la que él se deleita—.

Es increíblemente maravilloso que Dios nos dé su favor de manera incondicional cuando todavía somos incrédulos pecadores. La razón principal de que esto sea maravilloso es que tal amor incondicional nos conduce al disfrute eterno de su gloriosa presencia.

Sin embargo, el punto culminante de ese disfrute es que no solo vemos su gloria, sino que también la reflejamos: «que el nombre de nuestro Señor Jesús sea glorificado en vosotros, y vosotros en Él» (2 Tesalonicenses 1:12).