Para tu próxima visita al hospital

Conozco los hospitales. Desearía no conocerlos, pero a lo largo de los años me he acostumbrado demasiado al aire viciado de sus pasillos y al frío helado de los quirófanos.

Todo comenzó en el año 1967, cuando una zambullida imprudente en aguas poco profundas me quebró el cuello y me dejó cuadripléjica. Cuando me llevaron de urgencia al hospital esa calurosa tarde de julio, no tenía idea de que me darían el alta recién en abril de 1969.

Una mañana estaba acostada en una camilla en el hall de entrada de la clínica de urología. Después de esperar por dos horas contando las vigas del techo, un empleado del laboratorio salió por las puertas para anunciar que yo sería “la primera después del almuerzo”. Gemí. Ya me estaban doliendo los hombros de estar acostada por tanto tiempo.

Mientras el equipo de urología caminaba hacia la cafetería, mi corazón se hundía. Para ser más precisa, estuve a punto de asfixiarme en un mar de temores y claustrofobia.

Empecé a llorar. No había nadie a mi lado para secar mis lágrimas. Entonces decidí calmar mi alma con un himno, y en un susurro no más, canté mi canción favorita del coro de la iglesia:

Apacíguate, alma mía: el Señor está de tu lado.
Carga paciente la cruz de tus sufrimientos y dolor.
Deja que tu Dios disponga y provea;
en toda circunstancia, Él permanecerá fiel.
Apacíguate, alma mía: tu mejor Amigo, tu Padre celestial,
atravesando senderos tortuosos, ¡te guía a un gozoso final!

Tenía solo diecisiete años, quizás dieciocho, pero ese momento definió cómo enfrentaría la vida en el hospital. Mi estadía no sería una sentencia en la cárcel. Así viniera infierno o inundación, decidí que ese hospital sería algo así como un gimnasio para mi alma, un campo de batalla donde probar mi fe y un campo misionero para Dios.

¿Suena improbable para una adolescente? Sí, lo es. Y mirando hoy en día hacia atrás, lo era. Aun así era seguidora de Cristo, lo bastante cristiana para saber que debía aferrarme a la esperanza bíblica y que si no me volvería loca. Sí, todavía estaba luchando contra la depresión, todavía estaba luchando con la pregunta de cómo iba a sobrevivir sin mis manos y piernas, y esas luchas persistieron aun después de salir del hospital en 1969.

Pero no me permitiría hundirme en la desesperación. Esa pequeña resolución marcó la diferencia por completo, no solo en ese momento sino también en los años siguientes, cuando luché contra un cáncer de estadio III y dolor crónico.

Aprender en el hospital

Por eso me gusta el nuevo librito de John Piper, Lecciones desde la cama de un hospital. Quizás parezca que los capítulos son demasiado cortos para decir algo relevante, pero son perfectamente concisos: sabiduría disparada por una cerbatana.

John no necesita calificarse de navegante experimentado de hospitales (del mismo modo que un obstetra o ginecólogo no necesita dar a luz a un hijo para ser un buen profesional). Sus credenciales vienen de su capacidad, inspirada por el Espíritu, de transmitir lo que es prudente: lo que es correcto hacer con todas esas horas de estar acostado languideciendo en una cama de hospital.

Por eso, por favor, no se abran paso por este librito demasiado rápido. Lean sus lecciones en oración y pongan por obra sus consejos a consciencia. Después de la Biblia, este librito es la mejor guía para asegurarse de que su estadía en el hospital dará un fruto genuinamente bueno para su alma.

Como dice John a menudo: “No desperdicies tu sufrimiento”. Amigos, yo confío que sus Lecciones desde la cama de un hospital los ayudarán justamente a no hacer eso durante su estadía en el hospital. No es una cárcel, es un gimnasio. Por eso, léanlo con atención. Y que las manos sanadoras de la gracia de Dios reposen sobre ustedes durante su enfermedad, ya sea que ya estén allí o que se estén preparando para su próxima visita al hospital, que en algún momento llegará.