Defiendan la ciudad

Una Llamada a los solteros

Cuando Salomón veía a un hombre sin autocontrol sexual, veía un ejército enemigo y una ciudad saqueada. Veía ventanas rotas y puertas sin bisagras. Veía una fortaleza tomada y personas indefensas. O en sus propias palabras:

Como ciudad invadida y sin murallas, es el hombre que no domina su espíritu. (Proverbios 25:28, LBLA)

En el Occidente moderno, ninguna ciudad tiene murallas; no necesitamos llamar a una puerta para entrar a Boston. Pero en el antiguo Cercano Oriente de Israel, donde las naciones guerreaban por las tierras y la supervivencia, las murallas podían suponer la diferencia entre una ciudad floreciente y una devastada. Cuando Babilonia abrió una brecha en las murallas de Jerusalén, la ciudad que una vez fue “el gozo de toda la tierra” (Salmos 48:2) se convirtió en viuda y esclava (Lamentaciones 1:1).

Así es con nosotros en la guerra contra el pecado sexual. Somos una ciudad bajo asedio. Los ejércitos de lujuria están en el portal, con un rencor hirviente en sus corazones y mentiras de satén en sus lenguas. Buscan robar nuestro contentamiento haciendo que nos aferremos a placeres fantasmas. Ansían asesinar nuestra hombría dejándonos incapaces de apreciar una mujer que no sea retocada o imaginaria. Y anhelan destruir nuestra alma misma dejándonos con más amor por la lujuria que por Jesús (1 Pedro 2:11).

Nada de esto sucede de la noche a la mañana, por supuesto. Pero con el paso del tiempo, a medida que lanzamos constantemente una soga a estos “deseos engañosos” (Efesios 4:22) y les permitimos escalar a nuestra ciudad, las murallas se desmoronarán bajo sus pies.

Una ciudad sin murallas

Si pensamos solo desde el punto de vista de escaramuzas individuales, aún no hemos comprendido la naturaleza de la batalla contra la lujuria. Cada acto de desobediencia ciertamente tiene sus consecuencias; todos conocemos la punzada de la culpa inmediata, del remordimiento, y el auto reproche. Pero la ciudad no se destruye con una sola batalla — no existe un único fallo que nos robe el contentamiento, la hombría, y nuestra alma. Eso solo sucede en etapas, conforme las derrotas habituales debilitan gradualmente nuestras defensas y silencian el sonido de nuestros gritos de guerra.

La derrota de ayer no sujetará a un hombre a la tiranía de la lujuria, pero las semanas, meses y años de derrota si lo harán (Gálatas 6:8). Esto es así porque el pecado tiene una cualidad sutil de cambiar el alma. Cada vez que seguimos al fantasma de la lujuria hacia las cuevas de nuestra imaginación, nuestros ojos se acostumbran más a la oscuridad, y encontramos la luz menos atractiva. Esta inclinación mórbida del alma es lo que C.S. Lewis llamó “el verdadero mal de la masturbación”:

Para mí, el verdadero mal de la masturbación sería que toma un apetito el cual, en uso legítimo, lleva a la persona fuera de sí misma para completar (y corregir) su propia personalidad en la de otra (y finalmente en niños e incluso nietos), y lo vuelve hacia atrás: envía al hombre de vuelta a la prisión de sí mismo, allí donde mantiene un harén de esposas imaginarias. . . . Entre esas esposas sombrías siempre es adorado, siempre es el amante perfecto: no se efectúa ninguna exigencia acerca de su falta de egoísmo, ni se impone nunca alguna mortificación sobre su vanidad. Al final, sólo se convierten en el medio a través del cual él se adora a sí mismo cada vez más. (Las Cartas Recolectadas de C.S. Lewis, 758)

Si nos permitimos evocar habitualmente ese harén imaginario, nos convertiremos gradualmente en hombres que eligen la imaginación sobre la realidad, hombres que encuentran el contentamiento tan elusivo como una sombra, hombres que han perdido la capacidad de amar a una mujer de verdad. O, volviendo a nuestra imagen de Salomón, nos convertiremos gradualmente en una ciudad sin murallas. Una ciudad donde la lujuria vaga a voluntad, una ciudad donde ninguna mujer se siente segura, una ciudad que coquetea con la destrucción total (Mateo 5:29–30).

Sé cuán tentador es para los solteros buscar refugio en el pensamiento de que el matrimonio terminará esta guerra. Pero el matrimonio, aun cuando pueda apuntalar al autocontrol sexual de un hombre (1 Corintios 7:8–9), no puede purificar a un hombre persistentemente lujurioso. Decir “sí quiero” no puede reconstruir las murallas que ha demolido mediante miles de clics, fantasías y tomas dobles. Los hombres que hayan entregado sus armas durante la soltería no deberían sorprenderse cuando después de meses, semanas, o incluso días de estar casados, encuentren lujuria dentro de las puertas de su ciudad.

Una ciudad con barricadas

Así que Satanás y los ejércitos de lujuria están asediando nuestra ciudad. El destructor que convirtió un jardín en un desierto, sonreiría al ver nuestra ciudadela colapsar en ruinas.

Pero el Espíritu Santo está en una contramisión para defender nuestra ciudad — elevar los almenajes, situar los guardias, y fortalecer los portales. Él arde con fervor por hacer de nuestra ciudad un hogar de rectitud, donde una mujer camine de forma segura y donde el ruido de las canciones y el baile retumben por las calles. La presencia del Espíritu Santo transforma nuestra ciudad en un templo del Dios vivo (1 Corintios 6:19) y Él es celoso por santificarlo.

Si el pecado habitual deforma nuestras almas y derriba nuestras murallas, la rectitud habitual embellece nuestras almas y construye nuestras murallas. Cada vez que decimos que no a la lujuria por el poder del Espíritu de Dios, no estamos simplemente negándonos a nosotros mismos; estamos construyendo. No solo estamos abatiendo las hordas de los ejércitos enemigos; estamos poniendo piedra sobre piedra hasta que las murallas se vuelvan impenetrables.

Cada vez que hacemos caer la espada de las promesas de Dios sobre la cabeza lasciva de la lujuria (Efesios 6:17), nos volvemos hacia otras personas en el exterior en vez de hacia nuestro interior. Estamos desterrando esas esposas de sombras y preparándonos para dar la bienvenida a una de carne y hueso. Y lo más importante, estamos agudizando nuestra vista a la belleza de Dios — la única visión que nos inundará por siempre con más y más placer (Mateo 5:8).

En otras palabras, nos estamos volviendo más como Jesús, el hombre que enfrentó la furia de los ejércitos enemigos pero que nunca dejó que un soldado entrara por las puertas. Jesús era una fortaleza andante — una ciudad de contentamiento, hombría, e integridad sexual. Dentro de sus murallas vive todo lo bueno. Y pronto un día, Él nos dará la bienvenida como su esposa, y nos deleitaremos en la fortaleza de su amor inamovible (Apocalipsis 19:6–8).

Hasta ese día, hombres, peleemos con todo lo que tenemos para volvernos más como Él.

Él murió por esto

Quizás lean esto y crean que es demasiado tarde. Ya han desmantelado las murallas de su ciudad. La lujuria ha tomado residencia, y se sienten derrotados, encadenados, esclavizados. Si ese es el caso, escuchen la palabra de Jesús a cada pecador, sexual o de otro tipo: “Porque el Hijo del Hombre ha venido a buscar y a salvar lo que se había perdido” (Lucas 19:10). Jesús murió para buscar y salvar a personas así — los perdidos, los contaminados sexualmente, aquellos sin autocontrol, la ciudad sin murallas.

Y Jesús también murió para que podamos empuñar una espada y levantar resistencia. Murió para que pudiésemos “renunciar a la impiedad y a los deseos mundados” y vivir “en este mundo sobria, justa y piadosamente” (Tito 2:12). Él murió para que, por el poder del Espíritu Santo, pudiésemos construir algunas murallas, levantar algunas barricadas, y defender la ciudad.