Eleva tu canción en la noche

Los cristianos son la clase de personas que cantan a medianoche.

Cuando Pablo y Silas estaban en la cárcel, golpeados, sangrando y encadenados, sus compañeros de prisión los escucharon cantando en las celdas (Hechos 16:25). Cuando al Señor Jesucristo le aguardaba su traición, dirigió a sus discípulos con un himno (Mateo 26:30). Y por supuesto, cuando David y los salmistas caminaron por el crepúsculo del aparente silencio de Dios, enviaron canciones a la oscuridad.

Los cristianos no sólo cantan al alba, cuando la liberación se ha apresurado finalmente por encima del horizonte. También cantan a medianoche, cuando la negrura hace que el sol parezca calcinado.

Y con frecuencia, Dios utiliza nuestras canciones de medianoche para guardarnos hasta la mañana.

El sufrimiento de la medianoche

Salmos 42–43, dieciséis versos que forman una canción, son dos de las noches más oscuras del salterio. El salmista, uno de los cantores del templo de Israel, se halla en el exilio — lejos del templo, lejos de los amigos y aparentemente lejos de la presencia de Dios.

El fantasma de la aparente ausencia de Dios camina a través de los movimientos de los cánticos, especialmente en la repetida burla “¿Dónde está tu Dios?” (Salmo 42:3, 10). A diferencia del autor del Salmo 115, quien podría responder con atrevimiento, “Nuestro Dios está en los cielos; él hace lo que le place” (Salmo 115:3, LBLA), el autor de los Salmos 42–43 se encuentra repitiéndole preguntas a Dios: “¿Por qué me has olvidado? . . . ¿Por qué me has rechazado?” (Salmo 42:9; Salmo 43:2).

Las dudas del salmista lo parten en dos: una parte de él cree que Dios hará brillar su rostro otra vez (Salmo 42:5), y otra parte siente que Dios se ha olvidado de él totalmente (Salmo 42:9). Una parte de él recuerda el lenguaje de la esperanza (Salmo 42:5), y otra parte sólo puede hablar el lenguaje de la desesperación (Salmo 43:2). Una parte de él se pone en pie y se aferra a las promesas de Dios (Salmo 42:8), y otra parte se hunde agarrándose al polvo (Salmo 42:11).

Y en el medio de todo ese sufrimiento, mientras el salmista está sentado bajo el trueno de sus dudas, hace algo que a pocos de nosotros se nos ocurriría. Canta.

Melodía de medianoche

“De noche su cántico estará conmigo” (Salmo 42:8, LBLA). Como Jesús, Pablo, y Silas después de él, el salmista rompe el silencio de la noche con una canción— una canción que probablemente contiene muchas de las ideas que encontramos en los Salmos 42–43.

¿Pero por qué? ¿Por qué al enfrentarse a la oscuridad exterior y la duda interior, el salmista canta? ¿Y por qué deberíamos nosotros hacerlo? Los Salmos 42–43 nos dan al menos cuatro razones.

1. Las canciones convierten el sufrimiento en oración.

Nuestras noches más oscuras pueden darnos la impresión de que la oración es un idioma extranjero. Podemos arrodillarnos junto a nuestras camas durante una hora sin poder articular palabra. Podemos empezar, parar, suspirar, y abandonar la oración. O si realmente oramos, podemos divagar entre pensamientos que no llegan a madurar, nuestras súplicas mueren al nacer.

En medio de sus problemas, el salmista pone sus oraciones sobre las alas de una melodía:

¿Por qué me has olvidado? ¿Por qué ando sombrío por la opresión del enemigo?... Hazme justicia, oh Dios, y defiende mi causa... Envía tu luz y tu verdad; que ellas me guíen, que me lleven a tu santo monte, y a tus moradas.(Salmo 42:9; Salmo 43:1, 3)

El salmista, inmerso en los ritmos del libro de canciones de Israel, sabía que un cántico podía tomar sus lamentos y enviarlos de camino hacia Dios. Él sabía que un cántico podía recoger el caos y darle una voz inteligible. Y así puso su dolor en la estructura de un lamento.

Cuando te encuentras tan atribulado que no puedes hablar con Dios, quizás aún puedas cantar. Podrías comenzar uno de los cánticos de los santos— ya sea un salmo real, un himno o una canción más moderna— que transforme tu sufrimiento en oración.

2. Los cánticos confrontan la lógica de la desesperación

Martyn Lloyd-Jones, predicando el Salmo 42, dijo célebremente: “¿Te has dado cuenta de que la mayor parte de tu infelicidad en la vida se debe al hecho de que te escuchas a ti mismo en lugar de hablarte?” (Depresión espiritual, 20).

Técnicamente, sin embargo, el salmista no habla solo consigo mismo. El canta para sí mismo. Cuando se dice, “Espera en Dios, pues he de alabarle otra vez” (Salmo 42:5), lo está canturreando suavemente. Él se vuelve hacia su yo hundido, lo agarra por los hombros y le canta una serenata de esperanza.

A menudo las palabras cantadas llegan donde no pueden hacerlo las palabras dichas: las melodías se deslizan por debajo de los portales de nuestras dudas mientras las palabras dichas se quedan fuera tocando la puerta. Una vez que se cantan, generalmente las palabras se quedan con nosotros, resonando a través de los compartimentos de nuestras mentes y corazones, dando forma a nuestro caos, belleza a nuestra crudeza, y verdad a la lógica de nuestra desesperación.

Dios nos dio un libro de canciones por un motivo. A menudo tenemos que hacer algo más que decirnos la verdad a nosotros mismos. Necesitamos cantarla.

3. Las canciones glorifican al Dios que escucha.

Cuando alzamos una canción a medianoche, declaramos con el salmista que Dios es el “Dios de mi vida, . . . mi roca” (Salmo 42:8–9).

Cuando cantamos en la oscuridad, confesamos que solamente Dios puede elevar nuestras almas abatidas (Salmo 42:5), que solamente Dios puede guiarnos de vuelta a casa (Salmo 43:3), y que solamente Dios puede volver a afinar nuestras canciones de tristeza y convertirlas en canciones de alabanza (Salmo 43:4).

Cuando elevamos nuestro cántico en la noche, declaramos, en contra de todos nuestros sentimientos, que Dios domina esta oscuridad, que Dios está obrando en esta oscuridad, y que Dios todavía es digno de veneración en esta oscuridad.

Y cuando lo hacemos, glorificamos al Dios que escucha.

4. Las canciones preparan el camino de la alegría.

Las canciones no son hechizos mágicos. No remedian nuestra angustia en el momento en que las cantamos. Pero son una forma en la que preparamos el regreso del gozo. Los Salmos 42–43 terminan con el salmista todavía en la oscuridad. Por tercera vez, se dirige a él mismo con las siguientes palabras:

¿Por qué te abates, alma mía,
y por qué te turbas dentro de mí?
Espera en Dios, pues he de alabarle otra vez.
¡El es la salvación de mi ser, y mi Dios! (Salmo 43:5)

Pero la demora de la felicidad no cierra la boca del salmista. Él se sienta en el fondo de su hoyo, con las rodillas estrujadas debajo de su cuerpo, con los ojos mirando hacia un cielo que parece vacío, y continúa cantando. Sigue orándole a Dios y predicándose a sí mismo a través del cántico. Y sigue confiando en que, mientras siga así, Dios lo irá sacando del hoyo lentamente y la alegría retornará:

Entonces llegaré al altar de Dios,
a Dios, mi supremo gozo;
y al son de la lira te alabaré, oh Dios, Dios mío. (Salmo 43:4)

Cuando sea el momento, Dios responderá. Y nuestros cánticos serán la forma en que eleve los valles, haga que las colinas bajen y prepare el camino para el regreso del gozo.