A salvo, cómodo, e infeliz

Encontrar la vida superando el miedo

La cobardía nos produce rechazo. El impulso a homenajear a los héroes y a despreciar a los cobardes es una parte esencial de la condición humana. Como grupo humano, exaltamos a los que viven con valentía y honor, y en conjunto condenamos a los que tienen el poder de rescatar a otros pero no lo hacen.

Respondemos con un menosprecio unánime cuando vemos a

  • un agente de policía que se niega a entrar a un colegio donde se produce un asalto por un hombre armado,
  • un capitán que escapa de un barco que se hunde, dejando a los pasajeros a su suerte, o
  • un bombero que se queda fuera de una casa en llamas en lugar de entrar.

Cuando alguien abandona una misión de salvamento para sobrevivir él mismo, retrocedemos y gritamos: «¡Cómo ha podido hacerlo!» El agente de policía, el capitán y el bombero, todos son profesionales sumamente cualificados y preparados para ese cometido. Por lo que, cuando se quedan sin participar buscando su propia seguridad, identificamos y condenamos con razón el mal de la cobardía.

Al estadounidense promedio con un trabajo cotidiano normal la cobardía podría parecerle algo distante y particularmente irrelevante, pero nosotros los seguidores de Cristo, debemos preguntarnos, ¿El miedo ha hecho que yo abandone mi misión? ¿Estoy sentado en el banquillo, preocupándome más de la imagen de mí mismo y de mi seguridad que de los que están pereciendo? Si he sido equipado y llamado, entonces ¿por qué no estoy dispuesto a ir?

¿Asustado de obedecer?

Vivimos en una época y en un lugar donde la seguridad y la comodidad tienen prioridad en todos los ámbitos. Y no son valores malos. A menos que tengan preferencia sobre los mandamientos de Dios. Si nos descuidamos, el miedo impide que los cristianos actuemos cristianamente- sin cumplir la misión de rescate a la que hemos sido llamados.

Jesús nos mandó, «Id y haced discípulos a todas las naciones» (Mateo 28:19), cuidar de los hermanos y hermanas más pequeños (Mateo 25:40), negarnos a nosotros mismos y cargar nuestras cruces diariamente (Lucas 9:23).

Sus llamados a cada uno son únicos al igual que lo somos nosotros. Algunos se dirigen a los vecinos y a familiares, otros traspasan las ciudades llegando a países extranjeros. Algunas misiones de rescate requieren un pasaporte y un idioma extranjero. Otras requieren un paseo valiente por el pasillo donde hacen un descanso en la oficina y una invitación a un almuerzo con un compañero de trabajo. De la misma manera en que somos diferentes, también lo son nuestras misiones de rescate.

Aunque las misiones específicas pueden parecer diferentes, el llamado a cada uno de nosotros es el mismo: todos los seguidores de Cristo son llamados a proclamar las excelencias de aquel que nos ha llamado desde las tinieblas (1 Pedro 2:9). Y esto inevitablemente precisa valentía y sacrificio. No se nos permite sentarnos a salvo y con cuidado bajo la luz, sino más bien se nos manda a proclamar al que nos ha salvado ante aquellos que están en las tinieblas.

¿Asustado de disfrutar?

La parálisis causada por el miedo impide que experimentemos la alegría intensa y profunda que Dios ha destinado para nosotros. La contradictoria realidad de la vida cristiana es que la felicidad se halla cuando sufrimos al hacer lo que Dios ha preparado y nos ha pedido que hagamos. Pedro, perseguido por anunciar a Cristo, dijo, «Pero aun si sufrís por causa de la justicia, dichosos sois» (1 Pedro 3:14, LBLA).

Y el ejemplo de Jesús es supremo: «por el gozo puesto delante de él soportó la cruz» (Hebreos 12:2). La misión de rescate que Dios Padre encomendó a su Hijo fue la de la cruz, cargar con los pecados del mundo. Jesús estaba dispuesto a sufrir, pues sabía que hallaría gozo al obedecer a su padre y estar «sentado a la diestra del trono de Dios» (Hebreos 12:2).

Pablo, también, dijo, «Sí, y me regocijaré» (Filipenses 1:18). Aunque — o quizás porque — él había sobrellevado arduas tareas, palizas, encarcelamientos, naufragios, hambres (2 Corintios 11:23–29), Dios le había dado gozo. A pesar de — o a causa de — su enorme sufrimiento, Pablo estaba resuelto a decir “Regocijaos en el Señor siempre. Otra vez lo diré: ¡Regocijaos!" (Filipenses 4:4).

Nuestro Dios da gozo en el rescate. Nos infunde gozo en nuestro sacrificio. Recibimos un gozo profundo y perdurable cuando entregamos nuestras vidas- un gozo que no puede alcanzarse en la seguridad y la comodidad de nuestra autosuficiencia. Un gozo que se alcanza cuando nos entregamos a Él que es capaz, por su nombre y por el rescate de otros.

Superar el miedo a ir

Si permanecemos al margen y nos negamos a correr hacia las personas necesitadas, dejaremos escapar una oportunidad. Nunca conoceremos la provisión y el sustento de Dios salvo en medio de la misión. Es más, Jesús dijo, "El que quiera salvar su vida, la perderá, pero el que pierda su vida por causa de mí, ése la salvará" (Lucas 9:24). Si nos negamos a ir, en realidad perderemos las mismas vidas a las que nos estamos aferrando.

Se nos ha entrenado mucho para el salvamento. Poseemos la preparación teológica para acometer este trabajo –sabemos lo que necesitamos hacer. Y el Espíritu Santo mismo nos provee con "la extraordinaria grandeza de su poder para con nosotros los que creemos, conforme a la eficacia de la fuerza de su poder, el cual obró en Cristo cuando le resucitó de entre los muertos" (Efesios 1:19–20).

Qué lástima sería encontrarnos actuando cobardemente –como el agente de policía, el capitán o el bombero que salieron corriendo cuando más se les necesitaba. Dejemos a un lado nuestras propias comodidades, pongamos a funcionar nuestros medios y salgamos al encuentro de aquellos que están en peligro –independientemente de si están al otro lado de la calle o del océano. No retrocedamos, tengamos confianza en Cristo, que está con nosotros y por nosotros, y vayamos.